Principios del Derecho Civil

Los principios del Derecho Civil son una serie de nociones fundamentales que inspiran las normas contenidas en el Código Civil.
Principios del Derecho Civil

Los principios del Derecho Civil son ciertos fundamentos ideológicos que inspiran a esta rama del derecho privado y, particulamente, a la ley civil. Se trata de un conjunto de principios que subyacen en el Código Civil, sea porque le sirvieron de inspiración a su redactor, o bien, porque guían o informan las diversas instituciones que el texto reglamenta.

Tabla de contenido

Generalidades de los principios del Derecho Civil

Existe una serie de principios que informan el Derecho Civil. No están numerados en forma taxativa, sino que se recogen a través de todo el ordenamiento jurídico, en especial del derecho privado. Para establecer un principio hay que revisar toda la legislación referente al tema. Hay que partir desde los principios que la Constitución establece, en especial lo indicado tanto en las bases de la institucionalidad como en las garantías constitucionales. También se debe revisar, por ende, toda la legislación que se encuentra subordinada a la Constitución.

En lo que respecta al Derecho Civil, que es a su vez subsidiario para las otras ramas del Derecho, de conformidad a lo que señala el art. 4° del CC, se puede indicar cuatro grandes principios que informan el Derecho Civil, los cuales son:

  • La autonomía de la voluntad.
  • La protección de la buena fe.
  • La reparación del enriquecimiento sin causa.
  • La responsabilidad.

El principio de la autonomía de la voluntad

La autonomía de la voluntad está desarrollada a partir del art. 12 del CC, al disponer que podrán renunciarse los derechos conferidos por las leyes con tal que sólo miren al interés individual del renunciante y que no esté prohibida su renuncia. A su vez, esta disposición se complementa con el art. 1445 del mismo cuerpo, que establece que para que una persona se obligue a otra por un acto o declaración de voluntad es necesario que consienta en dicho acto o declaración; el art. 1437, que define la convención como el concurso real de voluntades de dos o más personas. Por otra parte está el art. 1450, que señala que en la promesa de hecho ajeno el tercero no contraerá obligación alguna sino en virtud de su ratificación; a la inversa y así como nadie puede obligarse contra su voluntad, el pago por un tercero de una obligación contra la voluntad del deudor no genera responsabilidades para éste.

En materia contractual el art. 1444 establece la facultad de las partes de modificar las cosas de la naturaleza de un contrato o de agregarle cosas nuevas por medio de cláusulas especiales emanadas de su voluntad. Por otra parte, una vez perfeccionado el contrato, el art. 1545 dispone que todo contrato es una ley para los contratantes y no puede ser invalidado sino por su consentimiento mutuo o por causas legales.

Esta disposición establece toda la fuerza de la declaración de voluntad. Este acuerdo celebrado tiene el imperio y fuerza de una verdadera ley para los contratantes, ley que, si bien no es de carácter general, tiene plena validez en el ámbito de las relaciones recíprocas. Es tanta la fuerza que adquiere un contrato que incluso puede proceder el recurso de casación en el fondo cuando una sentencia ha sido pronunciada con infracción de ley, siempre que esta infracción haya influido sustancialmente en lo dispositivo de la sentencia (art. 767 del CPC). A su vez, la autonomía de la voluntad en materia contractual se refuerza por las normas de interpretación de los contratos, ya que el art. 1560 dispone que: “Conocida claramente la intención de los contratantes, debe estarse a ella más que a lo literal de las palabras”. Esto dice que el contrato que fijan las partes se atiende a lo que ellas quisieron expresar y desarrollar, no siendo necesaria su escrituración, o en el caso de haberse escrito, se atiende a la voluntad originaria de los contratantes.

La relevancia de la voluntad también se extiende a otros actos jurídicos, como en la tradición (art. 670); la oferta, la cual el oferente puede retractarse tempestivamente, debiendo indemnizar los perjuicios en caso que esto se genere para el destinatario de la oferta (arts. 99 y 100 C. Comercio).

Sin embargo, se ha expresado que la autonomía privada está desapareciendo cada día en el derecho, que existe una tendencia del derecho privado a transformarse en derecho público, porque hay normas que imponen regulaciones de carácter irrenunciables y no supletorias a la esfera privada. Estas limitaciones contenidas en la ley pública no constituyen derecho público de acuerdo a las distinciones que hicimos en su oportunidad: lo que señala la ley pública son límites al particular cuando realiza negocios jurídicos, y que, si no son considerados por éste, acarrea la ineficacia del acto. La autonomía de la voluntad siempre ha tenido límites, precisamente porque el derecho es un freno a la libertad individual en garantía de la libertad de todos, pero estos límites no significan el desaparecimiento de la libertad.

Así en los contratos forzosos, pese a que incluso son impuestos y están desarrollados en forma preestablecida, las partes pueden negociar, aun cuando esta negociación sea mínima.

También en ciertos contratos la intervención del legislador se realiza con el fin de garantizar un mínimo de justicia en la relación que surja entre los contratantes, pues considera que uno de ellos no está en igualdad de condiciones para realizar dicho trato, estableciendo y fijando condiciones mínimas para aquella parte que considera más débil. Se trata de un marco mínimo irrenunciable y sobre el cual las partes entran a negociar. Por ejemplo, un contrato de trabajo.

Otros contratos de características similares son los contratos-tipo y los contratos de adhesión, que los estudiaremos a propósito de la clasificación de los contratos.

Limitaciones de la autonomía de la voluntad

Las limitaciones de la autonomía de la voluntad las podemos visualizar a partir de tres puntos de vista:

a) Limitación legal: Esta limitación se presenta en dos aspectos:

  • El acto que realizan las partes no puede transgredir la ley: El art. 1445 del CC dispone que todo acto o declaración de voluntad debe tener un objeto lícito y una causa lícita. Por su parte, el art. 1461, inc. 3° dice que el objeto es un hecho que debe ser moralmente posible, y es imposible, por ejemplo, el objeto prohibido por las leyes; el art. 1466 agrega que hay objeto ilícito en todo contrato prohibido por las leyes; el art. 1475 señala que las condiciones deben ser moralmente posibles, y no lo son cuando consisten en un hecho prohibido por la ley.
  • El acto no puede hacer dejación de aquellos derechos que la ley declara irrenunciables: La prohibición de la renuncia, fuera de que no respetarla constituirá una infracción legal dentro del contexto que hemos analizado, el art. 12 dispone que no pueden renunciarse los derechos conferidos por las leyes si está prohibida su renuncia.

b) La protección del orden público y las buenas costumbres: Con relación al orden público, el Código Civil habla de él en muchas disposiciones, como el art. 548, que establece que los estatutos de una corporación no deben contener nada contrario al orden público; el art. 880 que establece que las servidumbres no deben dañar el orden público; los artículos 1461, 1467 y 1475 lo señalan como un requisito de un objeto lícito, de una causa lícita y de una condición moralmente posible. El orden público no tiene una definición precisa: algunos han dicho que “es arreglo de las personas y cosas dentro de la sociedad”, otros dicen que es aquel que está conforme al espíritu general de la legislación a que se refiere el art. 24 del CC (esta es más precisa).

En cuanto a las buenas costumbres el Código Civil habla de ellas en los artículos 548, 1461, 1467, 1475 y 1717, que corresponden a aquellos usos y costumbres que la sociedad considera en un momento dado, como las normas básicas de convivencia social. No se trata entonces de usos que si no se cumplen estén penados por la ley, porque en ese caso estaríamos ante una infracción legal. Estos usos son difíciles de precisar, son cambiantes y son distintos de una sociedad.

c) La protección de los derechos legítimos de los terceros: La protección de los derechos de los terceros están frente a una renuncia que de sus propios derechos pueda hacer una persona está establecido en forma bastante genérica en el art. 12 cuando dice que se puede renunciar a los derechos que sólo miren al interés individual del renunciante. Dentro de ese mismo criterio, el art. 1126 señala que si se lega una cosa con calidad de no enajenar, esa cláusula se tendrá por no escrita, salvo que la enajenación comprometa algún derecho de tercero.

Generalmente la legitimidad o ilegitimidad de los derechos de un tercero depende si está o no está de buena fe, lo que corresponde a si ignora o sabe si la situación antijurídica puede desarrollarse en su contra. Así, si está de buena fe no le perjudica la nulidad de un contrato de sociedad en las acciones que corresponda contra todos y cada uno de los asociados por las cooperaciones de cada sociedad (art. 2058).

En síntesis, la autonomía de la voluntad tiene una clara limitación en cuanto a que no puede atentar contra los derechos legítimos de los terceros, por ejemplo, cuando se define el dominio en el art. 582 diciendo que es un derecho real sobre una cosa corporal para gozar y disponer de ella arbitrariamente; no siendo contra ley o contra derecho ajeno.

La protección de la buena fe

Es el segundo principio fundamental de nuestro derecho privado. El Código Civil protege la buena fe y castiga la mala fe, y podemos decir que hay más de cuarenta artículos que se refieren a la buena fe y otro cuarenta que se refieren a la mala fe.

El principio de la buena fe no está formulado de una manera expresa, pero sí se encuentra en el trasfondo de todas las instituciones. Tal vez de donde se habla más directamente del principio de la buena fe es el inciso final del art. 44 del CC, que define el dolo como la intención positiva de inferir injuria o daño a la persona o propiedad de otro. Ahora si analizamos el concepto que la mala fe no siempre consiste en la intención positiva, la mala fe puede ser una actitud culpable y desprejuiciada y no siempre necesariamente dirigida en contra de otra persona. La mala fe puede motivarse por el simple deseo de beneficio personal o por tratar de eludir los requisitos y prohibiciones legales.

Tampoco la buena fe es un concepto único; y bajo esta denominación hay dos situaciones jurídicas distintas que son perfectamente diferenciables:

  • Estar de buena fe: La buena fe se aparece como actitud mental, en la cual uno ignora que puede perjudicar un interés ajeno o no tener conciencia de obrar contra derecho, de tener un comportamiento contrario a él.
  • Actuar de buena fe: Consiste en la fidelidad a un acuerdo ya concluido, o bien observar la conducta necesaria para que se cumpla la expectativa ajena en la forma que nos hemos comprometido, de tal manera que el primer concepto de buena fe es un estado de conciencia en un momento dado y el segundo es la realización de una conducta.

Ambos aspectos están considerados en nuestro derecho. El estar de buena fe está recogido en el art. 706, que define la buena fe en materia posesoria como la conciencia de haberse adquirido el dominio de las cosas por medios legítimos, exentos de fraude y de todo otro vicio. Lo mismo se repite en el matrimonio putativo, que produce los mismos efectos civiles que el válido respecto del cónyuge que de buena fe y con justa causa de error lo contrajo (art. 122).

También se puede apreciar en el contrato de arrendamiento por cuanto el art. 1916 da efectos legales al arrendamiento de cosa ajena respecto del arrendatario de buena fe. A su vez, el art. 2295 —en relación al 2297— señala el caso del que por error ha hecho un pago prueba que no lo debía y tiene el derecho a repetir lo pagado.

En resumen, estar de buena fe consiste en la ignorancia de una situación de hecho o de una antijuridicidad. Además de los ejemplos dados, el art. 2468 desarrolla el dolo pauliano, que consiste en el estar de mala fe el otorgante y el adquirente, esto es, conociendo ambos el mal estado de los negocios del primero. La mala fe consiste en el conocimiento y la buena fe en la ignorancia.

Por su parte, actuar de buena fe apunta al desarrollo de una conducta. Las principales normas que desarrollan el actuar de buena fe están en los arts. 1548 y 1549, que señalan que la obligación de dar contiene la de entregar la cosa, y si ésta es de especie o cuerpo cierto, tiene además la de conservarla hasta su entrega. La obligación de conservar la cosa exige que se emplee en su custodia el debido cuidado. En otras palabras, estas disposiciones apuntan a que el deudor debe proceder de buena fe al cumplimiento de la obligación, pero esta obligación de conducta no corresponde sólo al deudor, sino también al acreedor.

La norma general de la buena fe como conducta la encontramos en el art. 1546, que establece que “los contratos deben ejecutarse de buena fe”.

Por tanto nuestro derecho protege la buena fe y sanciona la mala fe. La mala fe debe probarse en un juicio, de tal manera que existe una presunción general de que las personas actúan de buena fe, por lo menos en el ámbito del derecho privado. Las presunciones de mala fe son escasas: por ejemplo, en materia posesoria, el art. 706, inc. final establece que el error en materia de derecho constituye una presunción de mala fe que no admite prueba en contrario. Sin embargo esta presunción no corre en la prescripción adquisitiva extraordinaria, porque el art. 2510 N° 2 establece que en esa prescripción se presume de derecho la buena fe.

La reparación del enriquecimiento sin causa

La idea de causa va más allá de las definiciones teóricas que se puedan dar de ella. El art. 1467 establece que no puede haber obligaciones sin una causa real y que sea lícita; en su inciso 2° señala que se entiende por causa el motivo que induce al acto o contrato. Cualquiera que sea el alcance jurídico que se da en la expresión causa resulta obvio que todo acto jurídico debe tener una razón de ser. Entonces, el enriquecimiento sin causa es aquel que no tiene un motivo jurídico válido para haberse producido.

Para que suceda este enriquecimiento sin causa no basta que el acto haya sido no motivado, sino que también será necesario que el enriquecimiento de un patrimonio corresponda al empobrecimiento de otro en un fenómeno que no necesariamente tiene que ser equivalente, pero sí tiene que ser correlativo. Si el empobrecido no tiene otra acción o forma de obtener la reparación, podrá intentar la acción de repetición, que es una acción subsidiaria que tiene doble límite:

  • El primer límite es que la repetición no puede ser superior al empobrecimiento sufrido por el actor; y
  • Tampoco puede ser superior al enriquecimiento del demandado.

Esta figura la considera nuestro Código Civil, por ejemplo:

  • En la figura de la accesión (arts. 658, 663, 668 y 669).
  • En las prestaciones mutuas (arts. 905 al 917).
  • En la nulidad de los actos de un incapaz y con igual criterio en la nulidad del pago (arts. 1688 y 1578).
  • En la lesión enorme en la compraventa (arts. 1889, 1890 y 1893).
  • En la acción de reembolso del comunero contra la comunidad (art. 2307).
  • En la restitución del pago de lo no debido (arts. 2295 y 2297).
  • En el derecho de indemnización para los responsables civiles por hechos de terceros (art. 2325).

Es tan amplia esta reparación del enriquecimiento sin causa que a veces hay autores que han creído ver en ella una fuente adicional de obligaciones más allá de las que señalan los artículos 1437 y 2284 del CC.

La responsabilidad

La responsabilidad es un principio común a todo el ordenamiento jurídico, en el cual se halla presente siempre de distintas maneras y bajo distintas formas. Hablamos en derecho público de la responsabilidad del Estado, de la responsabilidad de los funcionarios públicos, de la responsabilidad de los jueces, etc. Con relación a los particulares hablamos de la responsabilidad penal y civil.

La ley es un precepto, es una norma jurídica que emana del Estado y que su incumplimiento lleva aparejada una sanción. Lo más general de estas sanciones, ya sea porque se infrinja la ley, o bien porque no se cumpla o porque se desarrolla una conducta antijurídica, es la responsabilidad, la cual puede significar una pena cuando se ha cometido un delito o puede significar una indemnización de perjuicios o resarcir un daño: esa es la responsabilidad civil.

En los primeros tiempos no había una distinción clara entre lo que era una responsabilidad penal y lo que era una responsabilidad civil, o sea, entre la represión que significa la primera y la reparación que podía emanar de la segunda; y en muchos casos, la indemnización a la víctima crea al mismo tiempo la pena que se le imponía al culpable. Con el transcurso del tiempo cada vez se fue haciendo más nítida la distinción entre lo que era una responsabilidad penal de un individuo con lo que era su responsabilidad civil. Pero el que separa en forma definitiva la distinción entre estas dos responsabilidad es el Código Napoleón, y por eso hoy día es clarísimo, es nítida la distinción entre la responsabilidad penal, que acarrea la comisión de un delito, y la responsabilidad civil, que consiste en la reparación del perjuicio o de un daño que ha sido ilícitamente causado.

En materia civil distinguimos dos campos fundamentales de la responsabilidad:

  • Responsabilidad contractual: Corresponde a la de aquellas personas que no han cumplido a tiempo oportuno la obligación que emana de un contrato.
  • Responsabilidad extracontractual: Se relaciona con las personas que, ya sea en forma culpable o dolosa, han cometido un hecho ilícito que ha causado daño a un tercero.

A lo mejor en ambos casos hay violación de una obligación. En el primer caso, lo que se ha violado es una obligación contractual, o sea, que emana de una de las partes en la celebración de un contrato; en el segundo, de una obligación, que es genérica, que consiste en no causar daño injusto al otro.

La responsabilidad civil extracontractual se forma, se configura, nace a través de la comisión de un delito o cuasidelito civil, que el Código Civil, en sus arts. 1437 y 2284, señala como fuentes de obligaciones. La obligación que nace de esas normas es precisamente la de indemnizar el daño causado.

El campo de la responsabilidad civil es enorme: primero, porque se aplica tanto a las personas naturales como a las personas jurídicas; y además porque sus alcances se van determinando de alguna manera por una jurisprudencia que debe ir adecuando las normas jurídicas de un antiguo Código Civil que tiene más de 150 años a las variaciones y complejidades que van sufriendo las relaciones jurídicas entre las personas y a los conflictos personales que se van desarrollando a una sociedad que es esencialmente cambiable.

Lo que mencionamos sobre la responsabilidad no significa que se limite sobre aquellos casos de infracciones contractuales y de hechos ilícitos dañosos. Por el contrario, ella también se extiende a todas las obligaciones, cualquiera que sea su origen. Así si se ve el término de los actos lícitos no contractuales que dan origen a obligaciones, como los cuasicontratos, en todos ellos se hace presente la responsabilidad, como la del agente oficioso, establecida en los arts. 2287, 2288 y 2290.

Otro tanto sucede con las obligaciones que emanan de la ley. El incumplimiento de las obligaciones legales genera siempre una responsabilidad. Así tenemos como ejemplos:

  • En el Derecho de Familia, en lo que respecta a los derechos y deberes entre los cónyuges y a los derechos y deberes de los padres con sus hijos (art. 150); en las tutelas y curatelas (arts. 378, 391 y 419).
  • En el usufructo, que se establecen responsabilidades para las obligaciones tanto del nudo propietario como del usufructuario (arts. 774 y 802).
  • En la posesión respecto a las prestaciones mutuas, se establecen normas que se refieren a la responsabilidad general del poseedor vencido (arts. 904 al 915); y también respecto de la privación injusta de la posesión (art. 926).
  • En las sucesiones, como la responsabilidad establecida al albacea (art. 1299) y al partidor (art. 1329).

En definitiva, tanto en la responsabilidad que implica la infracción de la obligación de un cuasicontrato como el incumplimiento de la obligación legal va a surgir el problema si debemos ceñirnos a la responsabilidad contractual o a la extracontractual.

Hemos visto que la responsabilidad es una institución general del derecho, que en materia civil toda persona es responsable de las obligaciones que contraiga cualquiera que sea su origen, incluso aquellas que nacen de causar culpablemente un daño.

Pero esta responsabilidad carecería de alcance práctico si no existieran medios para exigir coercitivamente el cumplimiento de las obligaciones si el deudor no quisiera o se mostrara renuente en forma voluntaria y que además debe establecerse en qué forma y sobre qué bienes puede generarse esta obligación forzada.

El art. 2465 del CC establece que: “Toda obligación personal da al acreedor el derecho de perseguir su ejecución sobre todos los bienes raíces o muebles del deudor, sean presentes o futuros, exceptuándose solamente los no embargables”.

Este precepto en el fondo es una institución que se llama prenda general de los acreedores, en que descansan el sistema jurídico y la responsabilidad en materia de obligaciones.

De acuerdo a esta institución la responsabilidad recae sobre los bienes del deudor, no sólo los que éste tenía al momento de contraer la obligación, sino también los que adquiera a futuro y que existan en su patrimonio al momento en que se hace efectiva la obligación.

Estos van a ser los bienes que respondan y la forma de hacer efectiva la responsabilidad será la ejecución forzada de la obligación.

Aviso importante: La información contenida en esta publicación puede estar desactualizada.

Bibliografía: Código Civil. Recuperado el 2 de diciembre de 2010, de Biblioteca del Congreso Nacional de Chile.